Activistas y organizaciones de derechos humanos están enfrentando globalmente un aumento de ataques vinculados directa o indirectamente a grandes proyectos de desarrollo, empresas o actividades empresariales. Tales eventos ponen en riesgo los derechos humanos, las formas de vida y el medio ambiente. Brasil no ha escapado a este proceso. Como en muchos otros países, enfrenta uno de los momentos más difíciles con respecto a los derechos humanos en su historia democrática reciente.
El país siempre ha estado en la lista de los lugares más peligrosos para los defensores y defensoras de los derechos humanos, especialmente en las zonas rurales. Desafortunadamente, durante años seguidos ha sido considerado campeón de asesinatos de defensores(as)1. Debido al nuevo contexto político, la situación de las personas defensores(as) de los derechos humanos desde 2019 se ha vuelto aún más peligrosa. Con la pandemia del nuevo coronavirus, la vulnerabilidad de estos grupos aumenta en razón de la falta de preparación del Gobierno para enfrentar la crisis.
Foto:
Alain Gia/Flickr
Es en este contexto que las amenazas y los ataques son parte de su vida cotidiana, sobre todo para quienes trabajan y viven fuera de los centros urbanos. En las zonas rurales, su protección es aún más difícil, especialmente teniendo en cuenta que muchas autoridades públicas, como la Policía, pueden estar entre las que amenazan su seguridad. Además, hubo un aumento en los ataques contra defensores(as) y líderes en sus comunidades. Esto ha sido estratégico para debilitar y destruir comunidades y pueblos.
Es necesario recordar que estos ataques y amenazas también ocurren a través de las políticas y la ausencia de acciones específicas para proteger a estos pueblos. Es en este contexto que la propia supervivencia de los pueblos indígenas, y también quilombolas, está en riesgo, aún más con la pandemia de la COVID-19, como veremos en el caso de los pueblos indígenas yanomami.
Los Yanomami son un grupo de más de 300 comunidades de pueblos indígenas amazónicos que viven en la frontera entre Brasil y Venezuela en un territorio del tamaño equivalente al de Portugal y que tienen una historia de cientos de años. Al igual que otros pueblos indígenas, viven en comunión total con la tierra y la selva amazónica, estableciendo con ella una conexión vital para su supervivencia y su identidad. Por esta razón, son pioneros defensores en la lucha por la protección del medio ambiente y su conservación. Estudios demuestran que existe una relación directa entre la protección de la biodiversidad y las tierras indígenas. Según el Instituto Socioambiental (ISA)2, en los últimos 40 años, las tierras indígenas de la Amazonía legal perdieron el 2% del bosque nativo debido a la deforestación, mientras que en el resto de la Selva amazónica la tasa aumentó al 20%.
Sin embargo, las poblaciones indígenas no contribuyen a la protección del medio ambiente simplemente evitando la deforestación. De acuerdo con un estudio de la Universidad de Columbia Británica (University of British Columbia)3, las propias prácticas de manejo del suelo de las comunidades contribuyen con el aumento del número de especies en su territorio.
Aunque la importancia de estos defensores(as) del bosque sea evidente, no solo por su papel en la protección, sino por la diversidad cultural que representan, su trayectoria está llena de episodios en los que su forma de vida, cultura, su vida y su hogar –la Amazonía– son directamente amenazados y, a menudo, destruidos por iniciativas externas de la cultura occidental dominante. Estas amenazas incluyen minería, deforestación, construcción de carreteras, enfermedades y asesinatos.
En 1993, una de las comunidades yanomami, Haximu, fue blanco de un acto de violencia sin precedentes en la historia de este pueblo, en el que la mayoría de los habitantes de la aldea fue asesinados por mineros. La tragedia fue una consecuencia final de la creciente tensión entre ellos y los pueblos indígenas debido a la fiebre del oro de las últimas décadas del siglo XX y el intento de los pueblos indígenas de proteger sus tierras y su cultura. Tal episodio evidencia el tratamiento dado a las y los defensores socioambientales en Brasil, especialmente a aquellos en la primera línea de luchas y conflictos, y fue la primera y única clasificación técnica de genocidio que ocurrió en Brasil. Sin embargo, el genocidio de los pueblos indígenas no se limita a este caso aislado. Se puede observar a lo largo de su historia de contacto con la cultura brasileña dominante, en la que luchan sin descanso por su propia existencia y por la protección de su territorio.
Actualmente, según un informe del ISA, los yanomami enfrentan la mayor invasión de mineros desde que sus tierras fueron demarcadas en la década de los 90, con más de 20 000 invasores ilegales en busca de oro en su territorio4. Los indígenas no solo sufren violencia directa a manos de los garimpeiros, sino que también están contaminados con metales pesados por la minería. De acuerdo con una investigación de la Fundación Oswaldo Cruz, en 2014, 94% de la población yanomami en Roraima tenía un alto grado de contaminación por mercurio. Para presionar a las autoridades para evitar un nuevo genocidio, el ISA organizó una gran campaña con organizaciones indígenas y otras instituciones asociadas, incluida Conectas, llamada “Fora garimpo, fora COVID”5. La campaña incluye una petición a las autoridades legislativas, Rodrigo Maia (presidente del Congreso) y Davi Alcolumbre, Eduardo Fortunato (presidente de IBAMA), los ministros Fernando Azevedo (defensa) y André Mendonça (justicia) y el vicepresidente general Hamilton Mourão para liberar a los yanomami de pandemia propagada por garimpeiros. El Consejo Nacional de Derechos Humanos solicitó medidas cautelares ante la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH), como una forma de presionar al Gobierno brasileño para que actúe para remover a los mineros.
Foto:
Benjamin Del Pino/Flick
Además de todas estas amenazas, la mayor dificultad que enfrenta el pueblo Yanomami en este momento es la COVID-19. Muchas comunidades indígenas viven en aldeas, y dentro de ellas existen unas –algunas yanomami– que permanecen completamente aisladas del contacto externo. Tal aislamiento aumenta exponencialmente su vulnerabilidad a la enfermedad, debido que no desarrollan tantos anticuerpos como una persona que vive en una ciudad al tener menor contacto con virus y bacterias. Esto vuelve el coronavirus mucho más letal y contagioso dentro de estas comunidades, según un estudio realizado por el ISA en conjunto con la Universidad Federal de Minas Gerais (UFMG),6 más de 293 tierras indígenas tienen una fragilidad superior a la media para la COVID-19.
De acuerdo con datos de la Coordinación de Organizaciones Indígenas de la Amazonía Brasileña (Coiab) en conjunto con Ipam Amazônia, la tasa de mortalidad por la COVID-19 para los pueblos indígenas es 150% superior a la del resto de la población, mientras la de contagio a la enfermedad es 84% más alta.7 En este escenario preocupante, las invasiones de mineros que han tenido lugar en las tierras yanomami se agravan aún más, ya que los invasores del exterior tienen un gran potencial para infectar a los pueblos indígenas. Dentro del territorio yanomami, se registran ocho poblaciones aisladas, y el Moxihatetema, la única confirmada, está en grave riesgo, ya que han sido identificadas pistas de aterrizaje de los garimpeiros cerca de la aldea.
Además, las poblaciones indígenas no tienen acceso adecuado a los derechos básicos, como a la salud pública, al saneamiento, al agua y la educación, lo que reduce su capacidad para hacer frente a posibles casos de coronavirus. Los pueblos indígenas aislados, por ejemplo, no solo tienen grandes dificultades para acceder a la ayuda médica, sino también para transportar pacientes a los hospitales. Ante esta situación, el Gobierno federal no intenta desarrollar un plan de mitigación que tenga en cuenta las especificidades de los pueblos indígenas, sino lo contrario: según un informe del ISA, en São José da Cachoeira, un municipio donde el 80% de la población es indígena, solo se enviaron pruebas COVID-19 al Distrito Sanitario de Salud Indígena del Alto Río Negro (DSEI-ARN) dos meses después del primer caso en la ciudad, con solo 18 médicos en la región atendiendo a tres condados.8 Tampoco se intentó adaptar la ayuda de emergencia ofrecida al resto de la población (600 reais) a la realidad indígena. Debido a que muchas personas no viven en ciudades y no tienen acceso constante a Internet y tecnología, el acceso a la asistencia es imposible.
Foto:
Jeso Carneiro/Flickr
La pandemia ha revelado aún más el descuido del Gobierno brasileño y de las actividades extractivas en la Amazonía con los pueblos indígenas, demostrando no solo la falta de estructuras institucionales que garanticen su protección, sino incluso la toma de medidas que los hacen aún más vulnerables. De hecho, debe notarse que el virus afecta desproporcionadamente no solo a las poblaciones indígenas, pero también poblaciones negras, quilombolas y pobres. El 8 de julio pasado, la Corte Suprema Federal (STF) se manifestó sobre la solicitación de la Articulación de los Pueblos Indígenas de Brasil (Apib), determinando que el Estado debería tomar medidas con respecto a las dificultades que enfrentan los pueblos indígenas en el contexto de una pandemia, en vista de las graves omisiones del poder público.9 Fue la primera vez, incluso, que Apib presentó una demanda en STF. Sin embargo, el mismo día, el presidente Jair Bolsonaro vetó partes de la nueva Ley 1142/2020, que establece medidas de ayuda para poblaciones más vulnerables, como la quilombola y los pueblos indígenas, liberando al Estado de garantizar el acceso al agua potable, artículos de higiene y camas de hospital.10 El veto presidencial representa un ataque real contra los derechos humanos de los pueblos indígenas y su propia supervivencia.
Los ataques perpetrados por el Presidente contra los pueblos indígenas, quilombolas y negros son recurrentes, y varias organizaciones de la sociedad civil, incluso Conectas miembro de la Coalición Regional por la Transparencia y la Participación, han denunciado a organismos internacionales de derechos humanos. Esos ataques evidencian el racismo del Presidente pero también son un retrato fiel del racismo estructural de la sociedad brasileña.
Por lo tanto, una vez más nos enfrentamos a la amenaza de genocidio y etnocidio de los pueblos indígenas que viven en Brasil, continuando el intento de silenciar a las y los defensores sociales y ambientales brasileños, esta vez frente al desmantelamiento institucional que podría protegerlos y apoyarlos en la crisis de salud que afecta a todo el mundo.